martes, 28 de octubre de 2008
¿Todo poema es de amor, toda guerra es interior?,
tres modos de la poesía social por mujeres
Leonor Silvestri 2008
Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa
Emma Goldman, activista anarquista
La poesía social no ha sido exactamente el lugar más feliz de la literatura argentina, ni tampoco un lugar frecuentado por las mujeres poetas locales. Se comenta que Olga Orozco se quejaba cuando le decían que su poesía no era política. Mito o realidad aparte, -es probable que la sutil línea de lo político y lo social en Orozco fuera invisible a la mirada que exige el panfleto-, ¿cómo se conjuga hoy, a fines de la década del 2000, lo político y lo social en la poesía hecha por mujeres? ¿Cuáles son sus santos y sus señas? Especialmente más allá de la corrección política o las formaciones que se unen para alentar y promover una poética (o tan solo a un individuo) en detrimento de otra. En ese sentido y en contraposición a las poéticas lumpen barriales donde lo político no se efectiviza más que en la loa de una postura de lo peor de la heteronormatividad hegemónica (y no tanto- piénsese sino en un Daniel Durand) algunas poetas mujeres recientemente, de manera consciente o no, realmente no importa, erigen otro tipo de voz política a la hora de poetizar y politizar el género .
2007 fue el año donde desde la editorial independiente y autogestionada Bajo la Luna, una de esas a la vieja usanza donde los poetas no pagan sus ediciones, salen a la luz tres poemarios de mujeres: Salir de Egipto de María Julia de Ruschi, La Hybris de Alicia Genovese, y La Mala Vida de Paula Jiménez. Las tres promovidas por la editorial, no sin una larga data previa de circulación y trabajo en el campo intelectual de la poesía. Tomo a estas tres autoras como la nota (la clave en el sentido musical) en la que se toca hoy la poesía social/política.
Genovese, integrante de la primera línea de poetas argentinos contemporáneos, recordando ese episodio mítico, presenta un libro híper lírico y clásico de amor, odio y guerra a través de arquetipos de mujeres abandonadas y desposeídas por su amante que recuerda a Cartas de las Heroínas de Ovidio, pero en tono serio, a través de claros títulos: La Golpeada, La Excluida, La Desgarrada. La lógica que se moviliza es la del patriarcado donde las mujeres son siempre víctima del daño de un varón. A nivel político su poemario vehiculiza y reafirma que la violencia de género es esencialmente una característica masculina, noción a la cual valdría oponerse, no porque estadísticamente no sea esto cierto que somos las mujeres las grandes víctimas de este tipo específico de violencia sino para hilar más fino en el feminismo y no perpetuar el modelo griego según cuya mitología de los amores extramatrimoniales entre Afrodita y Ares, dios de la guerra, nacen tres hijos: Temor, Pánico, y Armonía.
El poemario se encuentra dividido en tres partes (El mundo inferior, La discordia, La tierra del desorden). El título de la primera sección remite a un claro juego de ambigüedades gracias a la cita insoslayable de aquella heroína mítica que levanta su voz contra el poder, Antígona de Sófocles (Deja que yo y éste mi desatino corramos el riesgo): mundo inferior porque es el que habitamos las mujeres pero también inframundo donde las mujeres que nos oponemos al statu quo (y las que no) corremos el riesgo de terminar visitando como la hija de Edipo.
Si un lujo no puede darse la poesía, y sin duda los otros géneros pagan muy caro, es el de no trabajar con el lenguaje, tarea que Genovese desarrolla con magistral pulimiento en diferentes ritmos y formas lo que redunda en que el libro deba ser leído varias veces para encontrar la veta más lúcida e inconformista a estos poemas de violento enojo y armas que describen cómo el amor se vuelve odio (“Recibir amor, esa migaja/ sólo para compensar/ la brusquedad”; o en “Las delicadezas de la guerra/ no son las del amor;/ un guerrero se entrega/apoyado en su fuerza/ un amante, en su debilidad.”). Asimismo, los poemas de La Hybris (en griego, la desmesura) pueden ser leídas como máximas amatorias griegas de una educación sentimental guerrera que revela la verdadera importancia de la contienda por amor (“Negro es el paladar/ de la guerra…/En la afrenta/ suelta su mordaza/ la mala intención/la ferocidad, /no por vencer/son por zaherir, / no por debilitar fuerzas/sino por destruir/el orgullo de quien combate”). Las imágenes que los poemas crean acuden sin demora a la mente para dar cuenta de la incapacidad de diálogo y de voz como primera pérdida en el agón (“Me retiro muda/ de esta competencia; /que el duro silencio/ de pasos contra el suelo/desbarate réplicas; / que el caos, sin palabras/ de esta marcha, sea/mi blasfemia”).
Nuevamente es Ares quien nos recuerda que su desmesura en batalla le hace perder el combate contra Palas Atenea, diosa de la estrategia, en el episodio del descenso de los olímpicos, de Ilíada. Por eso, las mujeres de las batallas amatorias de este libro saben qué pedir para combatir esa hybris (“Dijo: dolor, /no me empobrezcas, /violencia, /no me enturbies, /dame otra vez, instinto.”). Callar aquí, en el momento preciso, paradójicamente, se vuelve canto (“Con mi silencio hare/ una máquina de guerra, / con retraimiento/ una catapulta…/…con mi oscura/sola decisión de callarme.”). Todas las batallas de Genovese son por amor para poder continuar hablando, a través del mito la política de lo personal y lo familiar que pueda “construir una palabra/para llamar, llamar”. Y esta es una de sus mayores originalidades y su gran retórica del oxímoron: el silencio es la máquina de guerra. Ya Safo en su famoso poema 31, recreado por Catulo en el poema 51, hablaba de “la lengua que estalla” para reponer la experiencia de la imposibilidad de hablar del amor (y de los celos que suscita, ¿será por eso que Spinoza lo consideraba un error?). Lo cierto es que Genovese logra la pirueta de hacer un poema que hable de la guerra del amor a través del silencio (Con mi silencio/un corredor de lava, / un lloradero de fuego/que vuelva/la zona impasable…con mi oscura/sola decisión de callarme.) donde la palabra se vuelva arma “espeso líquido amargo/echado en la cara/ de los buenos modales”.
La guerra, ese lugar que le ha sido vedado a las mujeres, más que como mera víctima de violación y despojo y jamás como hacedora de, como contrincante, ese es el lugar que La Hybris rescata para sus arquetipos de heroínas, se esté (o no) de acuerdo con el significado que ese sublime conlleva sin descuidar por un minuto el alto tono lirico, la imagen y el ritmo y sin por ello volver a esta poesía oscura o hermética: “Ah el placer/brutal de enfrentarlo/ con ladridos primitivos;/echarle encima un mar/ en un repetido / salto estridente de gimnasta/y que caigan, caigan, caigan/las palabras mesuradas,/ el esfuerzo de la comprensión.” Las mujeres de este poemario piden un deseo: la razón, sophrosyne, “más allá de la carne cautivada” para “seguir pensando/con palabras de los días venideros/ más justas y más solas”.
Lo personal es político dijo el feminismo en los 70 denunció como nunca se había hecho antes que una mujer golpeada no es un problema privado e íntimo causado por un amante (varón) anómalo, un loco, sino un problema social, es decir político, producto una sociedad (androcéntrica, sexista, machista, misógina, heterocentrada). Es por eso que el libro de De Ruschi debe ser leído a partir de sus paratextos, lugar donde el poemario comienza realmente. Una cita del Antiguo Testamento es el origen del título: “Con mano fuerte nos sacó Yahvéh de Egipto, de la casa de servidumbre.” (Éxodo 13,14). Más aún, la dedicatoria siguiente reafirmará quiénes salen de la casa de la servidumbre (“a quienes en los centros para la Mujer nos ayudan a salir de Egipto”). No es esta la historia de todo pueblo convertido en esclavo, sino sólo una parte, la de mayor número, que funciona, incluso a sus expensas, como pilar y sostén, y la mano, la mano que golpea y acaricia y la otra mano que hermanada, ayuda a salir. Y si la mano es símbolo no solo de la violencia de género causada por la marginalización en una poeta como Irene Ocampo que demuestra que el supuesto sujeto de la revolución tal como lo expresa Mileo en su libro Poemas del sin trabajo (Ediciones en Danza, 2007) no es tan maniqueamente bueno a prueba de balas, el golpeador del poemario de De Ruschi no tiene ni atenuantes ni formas de ser explicado. Su violencia es la más injustificada de todas, no hay manera de comprenderla: es la misógina, lisa, llana y simple como la mano alzada de un machista sobre la cara de una mujer.
El filósofo francés Bonnefoy enseña que “todo poema esconde en su fondo un relato, una ficción”. Este texto habla, por sí mismo y claramente, de los golpes que las mujeres reciben de los diferentes varones que habitan sus vidas, en especial de este Yo lírico del poemario, esta mujer (“seré mujer, con todas las desventajas/ de no ser mujer sometida/claras”) a través una poética, desde algún punto de vista, con ecos de Rosemberg, especialmente en cuanto a la disposición visual de los textos, para encontrar su narrativa experimental, bien entendida, que no desatiende la dimensión política (“con la niña sofocada en la tintorería/con la niña ahogada entre los desperdicios/ del carrito de su padre cartonero/ con la niña subida al banquito, a colgar la ropa con alegría/ con la niña rota, quemada, asfixiada/ con todo el miedo de la niña gritando” o en V “el niño que vende ajos no tiene edad/no va a la escuela/no tiene frío o no tiene ropa/ cuando habla un hambre incolora/mueve los hilos/ se descosen sus labios/ se evapora como un duende” ). Asimismo, De Ruschi logra una poética que insiste en escribir con toda la paleta de palabras existentes, y se atreve a volver a utilizar ésas que la preceptiva de los talleres literarios prohíbe cual receta de cocina; y mediante pulidas metáforas, como por ejemplo “zapatillas de silencio para caminar a la sombra”, demostrar que lo único que realmente paraliza es el miedo a no poder expresarse/escribir (“el miedo es el silencio puro/ un sueño/ donde no puedo hablar/ni oír”; “yo misma/detrás de los ojos,/escucho mi miedo, mi miedo alucinante, antiquísimo/que yo no quería ver ni oír,/el mal, la locura/ servidos en la mesa/ ante una imagen moribunda”).
Los poemas son devastadores, no se encuentra aquí la poética de las tribulaciones minimales sino la presencia de asuntos importantes que se mueven a partir de dos arquetipos míticos contrapuestos: Artemis, diosa de los bosques que le pide a su padre que le conceda un arco como el de su hermano, Apolo, y la virginidad eterna (“corrí por algo más que mis niños, que duermen a salvo/alimentados por un árbol de luz/ y este mundo que amor, de presencias/corro por la diosa, por raudos caballos que galopan/al atardecer, cuando el sol ya no me ciega…Artemis, corro por mí”); y Alcestis, esposa ejemplar y abnegada, que ofrece su propia vida a cambio de la de su marido, como una sati que es arrojada a la pira funeraria de cónyuge. Tres son los poemas dedicados a este último personaje donde el clásico tópico de la enfermedad del amor se invierte para dar lugar al amor enfermo (“ése es el tirano/ése, a quien cuidaste como a un hermano pequeño/ése,/el incestuoso, que no se arrancará los ojos/para ver/golpeará tu cabeza/intentará cegarte/para no oír su nombre/ de tus labios/no subas al lecho, negro altar/ poco vale para él otra vida/la vida de una mujer, menos aún”; “…Alguien prefiere/la esclavitud a morir en el desierto…”).
De Ruschi se afirma, con pericia y talento, en la escuela de hallar poesía, que no quiere decir precisamente belleza, en tópicos que otrora una poeta nunca hubiera usado. Y más allá de las referencias míticas que permiten la identificación, no sin pavura, ante aquello que casi no permite se expresado por palabras, las diferentes capas revelan el poder que emana de poder escribir con toda la cultura (grecolatina) en la palma de la mano, donde la dimensión política no desatiende que lo personal es también político (“el niño que vende ajos no tiene edad, no va a la escuela/ no tiene frío o no tiene ropa/ cuando habla un hambre incolora/ mueve los hilos/ se descosen sus labios/ se evapora como un duende”). Resemantizar y resignificar así también la mano de aquella que deja de ser víctima pasiva para convertirse en sobreviviente que puede contar.
La mala vida, nombre de su poemario que, junto a la potente cita del poeta maldito francés Antonin Artaud (Soy el único juez de lo que está en mí.), pone al lector sobre aviso acerca de lo que aquí se encontrará. No es éste el típico libro que el mandato dicta que una mujer debe escribir: ni las señoritas del amor, ni las intelectuales posmodernas. Paula Jiménez escribe como mujer, acerca del lugar de la mujer y sus interlocutores, en la larga cadena de participantes en la adicción a drogas, pero sin sesgo de compasión o descanso. La moral está oculta, se accede a ella difícilmente, pero se está. Sin embargo, el proyecto tácito de La mala vida parece ser hacer poesía y hablar poesía con lo que no se dice y no se habla, a través de poemas que dejan sin aire (“no va a ser mío si te pasa algo, el forro está entero. No digo palabra. Desde acá/ te veo ir hasta el baño, arrojar los residuos/ en el tacho y abrir una canilla/ oxidada. Escucho caer el agua todavía/ que hace diez años te lavó las manos”).
El lector desciende a un submundo con sus historias más truculentas y fascinantes de dealers mujeres bolivianas, bebés disecados rellenos de droga, policía mafiosa, aguantaderos, y todo sus sutil trasfondo político y social de abandono y desesperación de aquellos, incluso, que parte de la sociedad tilda, aún hoy, como criminales, y divide las aguas entre unos y otros: “Algunos se van de vacaciones y se traen/ tardecitas en la playa de recuerdo, paisajes/ que no pueden describir, siempre todos/comentan los hoteles y los precios/Cuando Edu se fue de mochilero/ al Paraguay me contó a la vuelta: “Yo quería/ comprar porrito en la frontera y vino un tipo/ con un pibe a upa./ Me lo ofreció también/ por unos mangos…”. Pero si bien el texto poético es narrativo y minimalista, sin metáforas, despojado de toda torpe adjetivación que oculte o modalice, lo que es susceptible de ser leído en estos poemas nos recuerda algo de lo que Catulo sabía y transmitía con su poema número 16: que se puede hacer escatología casi con la técnica más pulida, y que lo lírico depende de la forma, que es su contenido, porque lo lírico no está dado por la elección de temas elevados. Tal así es el caso del poema anteriormente citado, que hasta se da el lujo de contener un priamel, al estilo del poema 16 de Safo. La aparición de la palabra “precios”, como si del recuerdo bucólico de las vacaciones lo único que la clase media asociada al poema pudiera comentar fuera los hoteles y cuanto costaron, anticipa que lo que sigue tampoco es mejor. Pero si un poema es algo más que la expresión del sentir interior o incluso algo más que una forma de describir la realidad, es decir una forma activa de construirla, este texto y quizás una buena parte del poemario de Jiménez padezca de los mismos vicios de esos “algunos”. La sorpresa ante el remate del diálogo del poema (“…´ ¿podés creerlo?´. ´Sí. ¿Qué/ le dijiste?´. ´Nada le dije, yo que sé. Ya tengo´.”), que es una constante que se puede rastrear en todos los textos, tiene algo del sesgo de una clase social que no se aviene a comprender que ella es cómplice activa en aquella marginalización que luego comenta y que se convierte en su tema de conversación (o de poematización). Más aun, si el libro abre con la noche en la que los personajes entran a merca a un conventillo, incluso arriesgando la vida, para terminar envidiando a una familia (“...Me acompañaba un eco que era mezcla/ de risas, voces, cacerolas, un vida/ de esas donde nadie/ está solo. Podía imaginarme un patiecito/ con piso de baldosas, el interior roído/ de un living comedor, la tele/prendida, una familia. / Yo a veces siento/ envidia de esas cosas. ”), la experiencia con los estupefacientes se convierte en algo más que un mal que en vez de generar experiencias en otro sentido llega a causar la muerte como en el poema del criador de perros labradores con su vieja de LSD del que no vuelve.
Como sea, los 18 poemas de este breve libro dejan actuar sus historias a través de los cortes de verso que hieren como navajas con su realidad donde la colocación aparentemente azarosa de ciertas palabras le dan un nuevo vuelo. La mala vida ni condena ni contiene, ni reprime ni explicita de más (“casi llegamos a tener lo que queríamos, una vida al revés/ de los demás, pero era igual”), y allí radica una de las mayores originalidades de este contundente texto del cual desearíamos más allá del regodeo autobiográfico una iniciativa de discurso por la construcción de una nueva realidad.
Con todo, las poetas han entrado y popularizado lo social (lo político) en la poesía de una manera que en otros tiempos solo unas pocas tenían la capacidad (y el talento) para concitar (pienso en Juana Bignozzi por ejemplo). Y, al mismo tiempo, se alejan de la impronta partidaria (o política) para plasmar su texto en pos de una línea de afirmación más sutil, impregnada de las ideas de movimientos sociales que supieron ser de lucha, como el feminismo, aunque hoy este subsumido en la batalla por las ONGs y los subsidios, rescatando tácitamente lo que de ellos ahí de valido y no impugnable para adentrarse con la palabra y la labor poética en terrenos vedados a las mujeres, y vedados a la poesía para destilar, al decir de Genovese, dolor, violencia, instinto, otra vez.
Leonor Silvestri 2008
Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa
Emma Goldman, activista anarquista
La poesía social no ha sido exactamente el lugar más feliz de la literatura argentina, ni tampoco un lugar frecuentado por las mujeres poetas locales. Se comenta que Olga Orozco se quejaba cuando le decían que su poesía no era política. Mito o realidad aparte, -es probable que la sutil línea de lo político y lo social en Orozco fuera invisible a la mirada que exige el panfleto-, ¿cómo se conjuga hoy, a fines de la década del 2000, lo político y lo social en la poesía hecha por mujeres? ¿Cuáles son sus santos y sus señas? Especialmente más allá de la corrección política o las formaciones que se unen para alentar y promover una poética (o tan solo a un individuo) en detrimento de otra. En ese sentido y en contraposición a las poéticas lumpen barriales donde lo político no se efectiviza más que en la loa de una postura de lo peor de la heteronormatividad hegemónica (y no tanto- piénsese sino en un Daniel Durand) algunas poetas mujeres recientemente, de manera consciente o no, realmente no importa, erigen otro tipo de voz política a la hora de poetizar y politizar el género .
2007 fue el año donde desde la editorial independiente y autogestionada Bajo la Luna, una de esas a la vieja usanza donde los poetas no pagan sus ediciones, salen a la luz tres poemarios de mujeres: Salir de Egipto de María Julia de Ruschi, La Hybris de Alicia Genovese, y La Mala Vida de Paula Jiménez. Las tres promovidas por la editorial, no sin una larga data previa de circulación y trabajo en el campo intelectual de la poesía. Tomo a estas tres autoras como la nota (la clave en el sentido musical) en la que se toca hoy la poesía social/política.
Genovese, integrante de la primera línea de poetas argentinos contemporáneos, recordando ese episodio mítico, presenta un libro híper lírico y clásico de amor, odio y guerra a través de arquetipos de mujeres abandonadas y desposeídas por su amante que recuerda a Cartas de las Heroínas de Ovidio, pero en tono serio, a través de claros títulos: La Golpeada, La Excluida, La Desgarrada. La lógica que se moviliza es la del patriarcado donde las mujeres son siempre víctima del daño de un varón. A nivel político su poemario vehiculiza y reafirma que la violencia de género es esencialmente una característica masculina, noción a la cual valdría oponerse, no porque estadísticamente no sea esto cierto que somos las mujeres las grandes víctimas de este tipo específico de violencia sino para hilar más fino en el feminismo y no perpetuar el modelo griego según cuya mitología de los amores extramatrimoniales entre Afrodita y Ares, dios de la guerra, nacen tres hijos: Temor, Pánico, y Armonía.
El poemario se encuentra dividido en tres partes (El mundo inferior, La discordia, La tierra del desorden). El título de la primera sección remite a un claro juego de ambigüedades gracias a la cita insoslayable de aquella heroína mítica que levanta su voz contra el poder, Antígona de Sófocles (Deja que yo y éste mi desatino corramos el riesgo): mundo inferior porque es el que habitamos las mujeres pero también inframundo donde las mujeres que nos oponemos al statu quo (y las que no) corremos el riesgo de terminar visitando como la hija de Edipo.
Si un lujo no puede darse la poesía, y sin duda los otros géneros pagan muy caro, es el de no trabajar con el lenguaje, tarea que Genovese desarrolla con magistral pulimiento en diferentes ritmos y formas lo que redunda en que el libro deba ser leído varias veces para encontrar la veta más lúcida e inconformista a estos poemas de violento enojo y armas que describen cómo el amor se vuelve odio (“Recibir amor, esa migaja/ sólo para compensar/ la brusquedad”; o en “Las delicadezas de la guerra/ no son las del amor;/ un guerrero se entrega/apoyado en su fuerza/ un amante, en su debilidad.”). Asimismo, los poemas de La Hybris (en griego, la desmesura) pueden ser leídas como máximas amatorias griegas de una educación sentimental guerrera que revela la verdadera importancia de la contienda por amor (“Negro es el paladar/ de la guerra…/En la afrenta/ suelta su mordaza/ la mala intención/la ferocidad, /no por vencer/son por zaherir, / no por debilitar fuerzas/sino por destruir/el orgullo de quien combate”). Las imágenes que los poemas crean acuden sin demora a la mente para dar cuenta de la incapacidad de diálogo y de voz como primera pérdida en el agón (“Me retiro muda/ de esta competencia; /que el duro silencio/ de pasos contra el suelo/desbarate réplicas; / que el caos, sin palabras/ de esta marcha, sea/mi blasfemia”).
Nuevamente es Ares quien nos recuerda que su desmesura en batalla le hace perder el combate contra Palas Atenea, diosa de la estrategia, en el episodio del descenso de los olímpicos, de Ilíada. Por eso, las mujeres de las batallas amatorias de este libro saben qué pedir para combatir esa hybris (“Dijo: dolor, /no me empobrezcas, /violencia, /no me enturbies, /dame otra vez, instinto.”). Callar aquí, en el momento preciso, paradójicamente, se vuelve canto (“Con mi silencio hare/ una máquina de guerra, / con retraimiento/ una catapulta…/…con mi oscura/sola decisión de callarme.”). Todas las batallas de Genovese son por amor para poder continuar hablando, a través del mito la política de lo personal y lo familiar que pueda “construir una palabra/para llamar, llamar”. Y esta es una de sus mayores originalidades y su gran retórica del oxímoron: el silencio es la máquina de guerra. Ya Safo en su famoso poema 31, recreado por Catulo en el poema 51, hablaba de “la lengua que estalla” para reponer la experiencia de la imposibilidad de hablar del amor (y de los celos que suscita, ¿será por eso que Spinoza lo consideraba un error?). Lo cierto es que Genovese logra la pirueta de hacer un poema que hable de la guerra del amor a través del silencio (Con mi silencio/un corredor de lava, / un lloradero de fuego/que vuelva/la zona impasable…con mi oscura/sola decisión de callarme.) donde la palabra se vuelva arma “espeso líquido amargo/echado en la cara/ de los buenos modales”.
La guerra, ese lugar que le ha sido vedado a las mujeres, más que como mera víctima de violación y despojo y jamás como hacedora de, como contrincante, ese es el lugar que La Hybris rescata para sus arquetipos de heroínas, se esté (o no) de acuerdo con el significado que ese sublime conlleva sin descuidar por un minuto el alto tono lirico, la imagen y el ritmo y sin por ello volver a esta poesía oscura o hermética: “Ah el placer/brutal de enfrentarlo/ con ladridos primitivos;/echarle encima un mar/ en un repetido / salto estridente de gimnasta/y que caigan, caigan, caigan/las palabras mesuradas,/ el esfuerzo de la comprensión.” Las mujeres de este poemario piden un deseo: la razón, sophrosyne, “más allá de la carne cautivada” para “seguir pensando/con palabras de los días venideros/ más justas y más solas”.
Lo personal es político dijo el feminismo en los 70 denunció como nunca se había hecho antes que una mujer golpeada no es un problema privado e íntimo causado por un amante (varón) anómalo, un loco, sino un problema social, es decir político, producto una sociedad (androcéntrica, sexista, machista, misógina, heterocentrada). Es por eso que el libro de De Ruschi debe ser leído a partir de sus paratextos, lugar donde el poemario comienza realmente. Una cita del Antiguo Testamento es el origen del título: “Con mano fuerte nos sacó Yahvéh de Egipto, de la casa de servidumbre.” (Éxodo 13,14). Más aún, la dedicatoria siguiente reafirmará quiénes salen de la casa de la servidumbre (“a quienes en los centros para la Mujer nos ayudan a salir de Egipto”). No es esta la historia de todo pueblo convertido en esclavo, sino sólo una parte, la de mayor número, que funciona, incluso a sus expensas, como pilar y sostén, y la mano, la mano que golpea y acaricia y la otra mano que hermanada, ayuda a salir. Y si la mano es símbolo no solo de la violencia de género causada por la marginalización en una poeta como Irene Ocampo que demuestra que el supuesto sujeto de la revolución tal como lo expresa Mileo en su libro Poemas del sin trabajo (Ediciones en Danza, 2007) no es tan maniqueamente bueno a prueba de balas, el golpeador del poemario de De Ruschi no tiene ni atenuantes ni formas de ser explicado. Su violencia es la más injustificada de todas, no hay manera de comprenderla: es la misógina, lisa, llana y simple como la mano alzada de un machista sobre la cara de una mujer.
El filósofo francés Bonnefoy enseña que “todo poema esconde en su fondo un relato, una ficción”. Este texto habla, por sí mismo y claramente, de los golpes que las mujeres reciben de los diferentes varones que habitan sus vidas, en especial de este Yo lírico del poemario, esta mujer (“seré mujer, con todas las desventajas/ de no ser mujer sometida/claras”) a través una poética, desde algún punto de vista, con ecos de Rosemberg, especialmente en cuanto a la disposición visual de los textos, para encontrar su narrativa experimental, bien entendida, que no desatiende la dimensión política (“con la niña sofocada en la tintorería/con la niña ahogada entre los desperdicios/ del carrito de su padre cartonero/ con la niña subida al banquito, a colgar la ropa con alegría/ con la niña rota, quemada, asfixiada/ con todo el miedo de la niña gritando” o en V “el niño que vende ajos no tiene edad/no va a la escuela/no tiene frío o no tiene ropa/ cuando habla un hambre incolora/mueve los hilos/ se descosen sus labios/ se evapora como un duende” ). Asimismo, De Ruschi logra una poética que insiste en escribir con toda la paleta de palabras existentes, y se atreve a volver a utilizar ésas que la preceptiva de los talleres literarios prohíbe cual receta de cocina; y mediante pulidas metáforas, como por ejemplo “zapatillas de silencio para caminar a la sombra”, demostrar que lo único que realmente paraliza es el miedo a no poder expresarse/escribir (“el miedo es el silencio puro/ un sueño/ donde no puedo hablar/ni oír”; “yo misma/detrás de los ojos,/escucho mi miedo, mi miedo alucinante, antiquísimo/que yo no quería ver ni oír,/el mal, la locura/ servidos en la mesa/ ante una imagen moribunda”).
Los poemas son devastadores, no se encuentra aquí la poética de las tribulaciones minimales sino la presencia de asuntos importantes que se mueven a partir de dos arquetipos míticos contrapuestos: Artemis, diosa de los bosques que le pide a su padre que le conceda un arco como el de su hermano, Apolo, y la virginidad eterna (“corrí por algo más que mis niños, que duermen a salvo/alimentados por un árbol de luz/ y este mundo que amor, de presencias/corro por la diosa, por raudos caballos que galopan/al atardecer, cuando el sol ya no me ciega…Artemis, corro por mí”); y Alcestis, esposa ejemplar y abnegada, que ofrece su propia vida a cambio de la de su marido, como una sati que es arrojada a la pira funeraria de cónyuge. Tres son los poemas dedicados a este último personaje donde el clásico tópico de la enfermedad del amor se invierte para dar lugar al amor enfermo (“ése es el tirano/ése, a quien cuidaste como a un hermano pequeño/ése,/el incestuoso, que no se arrancará los ojos/para ver/golpeará tu cabeza/intentará cegarte/para no oír su nombre/ de tus labios/no subas al lecho, negro altar/ poco vale para él otra vida/la vida de una mujer, menos aún”; “…Alguien prefiere/la esclavitud a morir en el desierto…”).
De Ruschi se afirma, con pericia y talento, en la escuela de hallar poesía, que no quiere decir precisamente belleza, en tópicos que otrora una poeta nunca hubiera usado. Y más allá de las referencias míticas que permiten la identificación, no sin pavura, ante aquello que casi no permite se expresado por palabras, las diferentes capas revelan el poder que emana de poder escribir con toda la cultura (grecolatina) en la palma de la mano, donde la dimensión política no desatiende que lo personal es también político (“el niño que vende ajos no tiene edad, no va a la escuela/ no tiene frío o no tiene ropa/ cuando habla un hambre incolora/ mueve los hilos/ se descosen sus labios/ se evapora como un duende”). Resemantizar y resignificar así también la mano de aquella que deja de ser víctima pasiva para convertirse en sobreviviente que puede contar.
La mala vida, nombre de su poemario que, junto a la potente cita del poeta maldito francés Antonin Artaud (Soy el único juez de lo que está en mí.), pone al lector sobre aviso acerca de lo que aquí se encontrará. No es éste el típico libro que el mandato dicta que una mujer debe escribir: ni las señoritas del amor, ni las intelectuales posmodernas. Paula Jiménez escribe como mujer, acerca del lugar de la mujer y sus interlocutores, en la larga cadena de participantes en la adicción a drogas, pero sin sesgo de compasión o descanso. La moral está oculta, se accede a ella difícilmente, pero se está. Sin embargo, el proyecto tácito de La mala vida parece ser hacer poesía y hablar poesía con lo que no se dice y no se habla, a través de poemas que dejan sin aire (“no va a ser mío si te pasa algo, el forro está entero. No digo palabra. Desde acá/ te veo ir hasta el baño, arrojar los residuos/ en el tacho y abrir una canilla/ oxidada. Escucho caer el agua todavía/ que hace diez años te lavó las manos”).
El lector desciende a un submundo con sus historias más truculentas y fascinantes de dealers mujeres bolivianas, bebés disecados rellenos de droga, policía mafiosa, aguantaderos, y todo sus sutil trasfondo político y social de abandono y desesperación de aquellos, incluso, que parte de la sociedad tilda, aún hoy, como criminales, y divide las aguas entre unos y otros: “Algunos se van de vacaciones y se traen/ tardecitas en la playa de recuerdo, paisajes/ que no pueden describir, siempre todos/comentan los hoteles y los precios/Cuando Edu se fue de mochilero/ al Paraguay me contó a la vuelta: “Yo quería/ comprar porrito en la frontera y vino un tipo/ con un pibe a upa./ Me lo ofreció también/ por unos mangos…”. Pero si bien el texto poético es narrativo y minimalista, sin metáforas, despojado de toda torpe adjetivación que oculte o modalice, lo que es susceptible de ser leído en estos poemas nos recuerda algo de lo que Catulo sabía y transmitía con su poema número 16: que se puede hacer escatología casi con la técnica más pulida, y que lo lírico depende de la forma, que es su contenido, porque lo lírico no está dado por la elección de temas elevados. Tal así es el caso del poema anteriormente citado, que hasta se da el lujo de contener un priamel, al estilo del poema 16 de Safo. La aparición de la palabra “precios”, como si del recuerdo bucólico de las vacaciones lo único que la clase media asociada al poema pudiera comentar fuera los hoteles y cuanto costaron, anticipa que lo que sigue tampoco es mejor. Pero si un poema es algo más que la expresión del sentir interior o incluso algo más que una forma de describir la realidad, es decir una forma activa de construirla, este texto y quizás una buena parte del poemario de Jiménez padezca de los mismos vicios de esos “algunos”. La sorpresa ante el remate del diálogo del poema (“…´ ¿podés creerlo?´. ´Sí. ¿Qué/ le dijiste?´. ´Nada le dije, yo que sé. Ya tengo´.”), que es una constante que se puede rastrear en todos los textos, tiene algo del sesgo de una clase social que no se aviene a comprender que ella es cómplice activa en aquella marginalización que luego comenta y que se convierte en su tema de conversación (o de poematización). Más aun, si el libro abre con la noche en la que los personajes entran a merca a un conventillo, incluso arriesgando la vida, para terminar envidiando a una familia (“...Me acompañaba un eco que era mezcla/ de risas, voces, cacerolas, un vida/ de esas donde nadie/ está solo. Podía imaginarme un patiecito/ con piso de baldosas, el interior roído/ de un living comedor, la tele/prendida, una familia. / Yo a veces siento/ envidia de esas cosas. ”), la experiencia con los estupefacientes se convierte en algo más que un mal que en vez de generar experiencias en otro sentido llega a causar la muerte como en el poema del criador de perros labradores con su vieja de LSD del que no vuelve.
Como sea, los 18 poemas de este breve libro dejan actuar sus historias a través de los cortes de verso que hieren como navajas con su realidad donde la colocación aparentemente azarosa de ciertas palabras le dan un nuevo vuelo. La mala vida ni condena ni contiene, ni reprime ni explicita de más (“casi llegamos a tener lo que queríamos, una vida al revés/ de los demás, pero era igual”), y allí radica una de las mayores originalidades de este contundente texto del cual desearíamos más allá del regodeo autobiográfico una iniciativa de discurso por la construcción de una nueva realidad.
Con todo, las poetas han entrado y popularizado lo social (lo político) en la poesía de una manera que en otros tiempos solo unas pocas tenían la capacidad (y el talento) para concitar (pienso en Juana Bignozzi por ejemplo). Y, al mismo tiempo, se alejan de la impronta partidaria (o política) para plasmar su texto en pos de una línea de afirmación más sutil, impregnada de las ideas de movimientos sociales que supieron ser de lucha, como el feminismo, aunque hoy este subsumido en la batalla por las ONGs y los subsidios, rescatando tácitamente lo que de ellos ahí de valido y no impugnable para adentrarse con la palabra y la labor poética en terrenos vedados a las mujeres, y vedados a la poesía para destilar, al decir de Genovese, dolor, violencia, instinto, otra vez.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario