miércoles, 20 de junio de 2007

"ME DESPOJAN DE MI MUERTE" - Algunas reflexiones en torno al morir en la actualidad


Algunos especialistas de la salud que trabajan con enfermedades que pueden o conducen a la muerte sostienen un presupuesto fuerte, a saber: que no se puede vivir para la muerte. Este presupuesto lleva a pensar que hay que vivir cada día, hasta el último, sosteniendo que se puede vencer a la muerte o ignorándola porque la muerte no sería, según este enfoque, constitutiva de la vida.
Es un hecho evidente, que no todo tiempo pasado fue mejor y muchas de las costumbres que han cambiado son cambios “para mejor”. Sin embargo, con relación al morir, intentaremos demostrar, a partir de los ejemplos literarios de la antigüedad grecolatina que los rituales básicos que estaban a su alrededor eran necesarios para morir bien. El contrapunto entre el ayer y el hoy será el desposeimiento de la soberanía sobre la propia muerte en las sociedades modernas, para poder reflexionar sobre la ausencia de los ritos y de los mitos de la muerte. Proponemos la creación de nuevos rituales a partir de la resemantización de los ejemplos de la antigüedad clásica afirmando el carácter benéfico de las costumbres ancestrales que protegían al hombre golpeado por la muerte de un ser querido.
En las familias de intelectuales de clase media de Buenos Aires, como la mía, los hijos no saben como fue la muerte de los parientes que los antecedieron. Hasta ya bien grandes nadie habla al respecto, y el momento de la muerte nunca es contado. Se considera la ceremonia de la muerte como un potencial momento traumático para los niños, los cuales no asisten a los funerales de sus abuelos, ni a los entierros, ni a los velorios. La muerte deviene una instancia ajena a la vida como si nada tuviera que ver con ella. La muerte es una triste sorpresa.
En la antigüedad, la muerte era vista como una gran ceremonia, casi pública, presidida por el propio muerto que siempre sabía que iba a morir porque había sido prevenido por los indicios. Esa previsión le permitía poner sus asuntos en orden, redactar sus últimas voluntades y distribuir sus bienes, despedirse, hablar y vivir la experiencia única del morir rodeado de otros seres humanos. La familia y los amigos se reunían a su alrededor para decirle “Adiós”. Al muerto, al que está muriendo se lo honraba; se moría en la propia cama de la la propia casa, siguiendo un ritual compartido por los vivos, que tenían ante su vista el increíble espectáculo de la muerte: epifanía y comunión con lo inexplicable entre seres humanos. Claro que morir, al igual que vivir, nunca fue fácil ni indoloro pero era familiar. La muerte era conocida. En varios capítulos del Satiricón de Petronio, Trimalción, en su famoso banquete, habla y reflexiona sobre la muerte. En el capítulo 34 se hace traer un esqueleto que exhibe a los comensales, costumbre que según Heródoto fue traída desde Egipto por los griegos, y que servía para recordarles a los invitados que la vida era breve. Tales esqueletos eran reproducciones a escala, como en este caso, o estaban representados en vasos o paredes. Más aun, en el capítulo 71 de su cena, Trimalción finge en voz alta su muerte y su testamento ante el llanto desconsolado de sus amigos que lo siguen en su dramatización. A pesar de la cómica parodia de la cena de Trimalción, la muerte tenía un carácter solemne y aquél que iba a morir quería participar en ese momento, puesto que puesto que morir significaba un momento excepcional . Aunque la vida ya no le pertenezca, la muerte es propiedad de quien muere. En cambio, para nosotros la muerte ha sido evacuada de la vida cotidiana, junto con la prohibición al duelo y el derecho a llorar en público a los muertos. La tendencia actual indica que en pos de no “deprimir” al que se va a morir con la noticia de su muerte, (y advierto que aquí no estoy usando ningún tecnicismo de la psicología), el moribundo ignora que se muere. Ya no sabe que va a morir. En ese momento se lo pone bajo la tutela de los vivos y la vida se detiene cuando nadie está mirando, nadie está atento, ni siquiera el moribundo.
Para los vivos las cosas también han cambiado. El duelo no tiene el espacio y la dimensión que solía tener, es una virtud el poder controlarse al máximo. Ya no hay juegos funerarios que duren días enteros -pensemos que la Ilíada termina con los preparativos de los juegos funerarios para Héctor, a quien su mujer ya viene llorando desde el Canto VI y sus padres desde antes de la pelea con Aquiles, porque la muerte es algo familiar en su sentido anfibológico. Este es el segundo gran cambio acaecido con respecto a los rituales de la muerte que tiene que ver con el sentimiento de vergüenza por el dolor que produce la muerte. La muerte ocupa en el discurso y en su manifestación el lugar del sexo, se habla de ella con eufemismos o como si no existiera, no se la pronuncia en público como tampoco se trata de morir en público. Sólo se llora en privado, como quien se desviste o descansa, a escondidas y a solas como un análogo de la masturbación. La muerte, que solía ser la compañera de la vida, desapareció del lenguaje, y su nombre está interdicto. La nueva costumbre exige que uno muera en la ignorancia de su muerte. La discreción, tanto de los que se están muriendo como de los que quedan vivos, aparece como la forma de conducta equivalente a la dignidad. La familia ya no quiere tolerar el impacto que produce que un ser querido muera teniendo la muerte total presencia e importancia- quizás la familia ya no pueda hacerlo, como antes, debido a los cambios sociales que se le han impuesto. Entre todos hemos creado a nuestro propio monstruo . En efecto, es importante que la muerte sea tal que pueda ser aceptada o tolerada por los sobrevivientes. Pero en esa creación de un “estilo de muerte aceptable” -sobre todo para los muertos que no deben hacer grandes performances de dramatismo en lo que debería ser el gran rol estelar, el protagónico de la escena-, aparece el movimiento dialéctico que destruye también a los que quedan con vida que deben continuar con su vida sin pausa, el trabajo y el ocio, re-integrarse a su cotidianidad sin detenerse, sin afectar la marcha industrial.
La muerte, su idea y su concepto, fue reemplazado por la enfermedad. Y entre todas las enfermedades quizás son el cáncer y el Sida las que se acercan hoy a la muerte en su nueva forma, como enfermedad. Querer morir es visto como la culpa de renunciar a la lucha por la vida como bien supremo e inapelable, como pulsión que no necesita demostración para comprobar su existencia y su principio regulador de nuestros cuerpos. El “duelo” era la figura del dolor por excelencia, cuya manifestación era necesaria y legítima. Hasta el guerrero más poderoso de Homero, Aquiles, se derrumba de dolor sobre el cuerpo muerto de su amigo Patroclo, y no teme llorarlo delante de toda su tropa.
De la manera de morir entre los guerreros griegos, hay varios puntos interesantes para analizar. Los griegos tenían incorporada la noción de la muerte como constitutiva de la vida desde el momento de su nacimiento. Ellos debían morir realizando o habiendo realizado una hazaña, que no significaba típicamente el triunfo en la batalla contra el enemigo, sino más bien una contienda ejemplar cuyo relato sea digno de ser contado por los sobrevivientes. Morir combatiendo es el rito inciático que le confiere al varón guerrero virtudes y valores que lo dotan de belleza eterna. No por nada, esta muerte es la kalós thánatos, la bella muerte, que le confiere la excelencia, la arete, de una vez y para siempre y que en lo sucesivo ya no tendrá que ser demostrada con más acciones gloriosas. A la muerte, como la batalla entre Héctor y Aquiles, se la enfrenta, pero no a la manera moderna, avergonzándose del temor que produce enfrentarse al enemigo, sino por el contrario con miedo. De hecho, Héctor se asusta al verlo a Aquiles con su casco refulgente.
En la Grecia arcaica que concibió los textos épicos, los individuos existen en función del otro, de la mirada de los otros, la fama lo es todo, y la verdadera muerte es el olvido. La existencia no pasa por la vida en sí, sino por el reconocimiento vivo o muerto (en vida o póstumo) de los demás. La existencia última e indefinida pasa por ser el objeto de las palabras de los demás, el tema de un relato que cuente un destino admirado por los vivos. El honor es indisociable de la muerte, pero la muerte no significa la privación de la existencia, sino una transformación en la cual el cadáver es al mismo tiempo, instrumento y objeto. El cadáver ultrajado no tiene derechos ni alabanza, no está ni vivo ni muerto, es un desecho perdido que no puede ser ni celebrado ni olvidado, es el horror de lo indecible simbolizado en el rostro paralizador de la Medusa que nos mira de frente; de allí la importancia de recuperar el cuerpo, de que no desaparezca en el campo de batalla. Sin duda, la muerte es un asunto de los vivos más que nada porque la muerte y su canto están hechos por y para los vivos a quienes se dirige. La kalós thánatos le asegura al varón la memoria social, la eternidad de la gloria. Ahora bien, incluso en la muerte no civilizada, no honrosa, fascinante, imbuida del terror reverencial a las antiguas divinidades inexplicables, el cara a cara con esa muerte coloca al que va a morir en una posición de simetría con el dios que se ubica en el mismo eje. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Entrar a la muerte con los ojos bien abiertos, experiencia fascinante e irrepetible que la industria no debería quitarnos.

Leonor Silvestri
elcirculodemesala@yahoo.com.ar

Bibliografía

Philippe Aries. Morir en Occidente, desde la Edad Media hasta la actualidad. Adriana Hidalgo Ed. Buenos Aires. 1975.
Jean- Pierre Vernant. El individuo, la muerte y el amor en la antigua Grecia. Paidós. Barcelona. 1989.

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